martes, 20 de octubre de 2015

El mito de la caverna

Todos nos creemos el ombligo del mundo e imaginamos que las fuerzas que mueven al universo de algún modo están para cumplir nuestros deseos. También puede ser que esta sea una generalización que use sólo para evitarme ciertas visitas al psicólogo, pero ese es otro tema.
A causa de este egocentrismo, llamémoslo por su nombre, nacieron religiones o doctrinas (¿no estaré siendo muy generoso?) como la Ley de atracción basadas en máximas del estilo "Si uno desea algo con todas sus fuerzas el universo conspira para que se vuelvan realidad". Sí, todos leímos a Coelho alguna vez (otra vez, generalizando...).
Claro que, de vez en cuando, el universo (egocéntrico también él) nos pone las cosas en perspectiva y, con un pequeño terremoto o algún comportamiento de la naturaleza, al que, egocéntricamente (perdón la reiteración), llamaremos "desastre", nos demuestra lo insignificante que somos.
Pero también, a veces, nos da la razón y eso genera un momento de plenitud. Esto se da cuando se juntan tres factores: historia, momento y lugar exacto, y pasa unas pocas veces en la vida (y hablar en plural es para afortunados).

Como conté en el texto anterior , la noche en que conocí a La Patrona hablamos un poco de música pero también bailamos. Uno de los temas fue "I saw her standing there" que, casualmente o no, describe, en forma casi exacta, lo que pasó esa noche (salvo que ella tenía 16), lo que hizo que se convirtiera en nuestra canción y The Beatles en una de las bandas de cabecera de la relación. Incluso, varios años después, lograron que la llamara desde el show de McCartney, al que inexplicablemente se negó a ir, para que escuchara "Something", a pesar de no estar de acuerdo con dicha práctica.
Por esto, entre otras cosas, para la luna de miel elegimos entre nuestros destinos a Liverpool. Queríamos estar, al menos unas horas, en la ciudad que los vio nacer.

Cuando llegamos, la mujer de migraciones nos preguntó:
- Why Liverpool?
A lo que, en un inglés magnífico, contesté:
- Because The Beatles.
No hacía falta más. Ella me entendió. Y sonrío.
Minutos después, ya aceptados en tierra inglesa, nos topamos con un cartel que rezaba: "Aeropuerto John Lennon. Above us only sky", un recibimiento acorde.
Más tarde visitamos el museo que recorre su historia y, tras un paseo por la calle dedicada a la banda, llegamos al mítico The Cavern.
Fue en ese momento, mientras un muchacho empezaba a tocar "Here Comes The Sun", en que el egocentrismo actuó haciendo que sintiera que cuatro pibes de Liverpool armaron la banda más grande de la historia sólo para que se convirtieran en la preferida de una pareja al otro lado del mundo; que esta pareja, muchos años después, se casara y eligiera como destino Liverpool, y que ahí, cuando llegaran a The Cavern y sonaran esos primeros acordes, ellos dos y nadie más, comprendieran que, en ese preciso (y precioso) instante, no había lugar en el mundo en el que pudieran estar mejor.

"There's nowhere you can be that isn't where You're meant to be" ("All you need is love", de The Beatles)

domingo, 11 de octubre de 2015

Pongamos que hablo de Madrid

La mayoría de las personas no conocen el momento exacto en el que enamoraron a sus parejas, ya que esto, comúnmente, se va dando en forma gradual. Pero yo sí lo sé. Igual, para que esto se entienda un poco mejor, necesito ir mucho más atrás.

Siempre tuve una relación especial con la música. Mi madre suele contar que de bebé, cuando me despertaba tiraba de la cuerda del móvil de mi cuna y me quedaba escuchando la música que salía. Así se enteraban de que me había despertado.
Por unos años, los recuerdos son borrosos pero se me viene alguno rockeando con "El Twist del Mono Liso" o en las primeras depresiones infantiles a través de la música con "Canción del Jardinero" (muchos años después Iván Noble lo grabó y lo hizo aún más depresivo).
El primer casete que me supe completo (y aún hoy recuerdo todos los temas) fue "El Cielo Puede Esperar", una gema de Attaque 77, y unos años después llegó Fito para cambiar todo para siempre ("para lo que fue y será").
En la Navidad del '94 el CD llegó a Saráchaga. Todavía recuerdo como mi viejo armó el equipo a escondidas mientras me mantenían entretenido ayudando a hacer la ensalada de frutas. Los dos primeros discos que me regalaron fueron "El Amor Después Del Amor" y "Let It Be" (aún conservo ambos). Podría estar hojas mencionando discos y artistas pero la historia desviaría su curso.
En esos años conocí a Sabina, que con sus letras me encandiló, y, como si fuera poco, un tiempo después se juntó con Fito para sacar un discazo y emprender una gira trunca que nos dejó con las ganas a varios. Pero ahí está el germen de esta historia, en Sabina.

La noche que conocí a La Patrona (ahora, más que nunca), a pesar de las incomodidades correspondientes a un boliche, hablamos de música un rato. Coincidimos en nuestros gustos por Los Redondos, Calamaro y The Beatles pero me confesó que Sabina no le gustaba mucho.
Luego de esa noche se dieron un par de encuentros hasta que un día le dije: "El viernes te voy a llevar a una salida sorpresa". Durante los días previos a ese viernes, ella quería más información al respecto pero yo, claramente, me negaba. Intentó hacerse una idea consultando entre amigos y conocidos y todos concluían que la sorpresa era llevarla a un telo, quizás basándose en mi imagen de veinteañero degenerado y en la de ella, de colegiala inocente. Finalmente, llegó el día y la salida fue ir a ver un tributo a Sabina (¡El inocente era yo al final!), tan denostado en estos días pero que, en esas épocas en que una isquemia cerebral lo mantenía alejado de los escenarios, era la única chance de ver sus canciones en vivo. Esa fue la noche que la enamoré (y también que la enamoró Sabina).
De ahí en adelante, su música fue una de las bandas sonoras de nuestra relación. Incluso, años después, llegamos a dormir en los alrededores del Gran Rex para conseguir entradas para su regreso tras la isquemia.
Por eso, cuando planeamos nuestra Luna de Miel, Madrid fue el primer lugar elegido. Mucha gente nos decía: "Tres días en Madrid es mucho", pero para nosotros poder caminar por los lugares de los que tanto habíamos escuchado cantar era especial. Y ahora, después de conocerlos, lo confirmo: Madrid es especial.
El punto cúlmine llegó el segundo día cuando, después de pasar por Tirso de Molina, Puerta del Sol, Gran Vía, entre otros hermosos lugares, llegamos a la Cibeles. Nos sentamos en el banco de una parada de colectivo frente a la fuente y en el celular puse "A la sombra de un león", la versión cantada junto a Ana Belén. Nos quedamos en silencio observando y escuchando el tema, y cuando miré a La Patrona le caían unas lágrimas. Ahí fue que una especie de círculo se cerró. Y lo más lindo de los círculos es que no tienen fin.

"Pero siempre hay un sueño que despierta en Madrid" ("Yo me bajo en Atocha", de Joaquín Sabina)


lunes, 12 de mayo de 2014

Bonus track: La vuelta, los traficantes, el micro eterno y una breve disquisición final

Como una jugada maestra de El Sistema, como una demostración de que sólo nos dejó escapar por un tiempo (tiempito, si uno lo pone realmente en perspectiva), el destino quiso que nuestro regreso arrancara un lunes y, por lo tanto, que el último día del viaje fuera domingo. Para que recordemos la existencia de aquella olvidada angustia dominical. ¡Oh, cruel sistema!
Ese lunes, nos fuimos temprano hacia la terminal ya que, supuestamente, a las nueve salía un micro directo a Guayaquil. Por suerte, no habíamos sacado pasajes, ya que a las nueve y veinte no solo no había micro, sino que la oficina todavía estaba cerrada. Gracias a La Chica Que Vende Comida En La Terminal, nos enteramos que ese micro no salía (muy serio todo), así que nos tomamos uno a Ambato, desde donde salen a cada rato para Guayaquil. Obviaron decirnos que nos dejaban en una rotonda y no en la terminal desde donde salen, pero ya a esta altura es anecdótico.
Tras esperar un rato nos subimos a un micro lleno, al punto que una española viajó sentada en una banqueta durante cuarenta minutos, hasta que se quejó y la dejaron sentarse con los conductores.
En este viaje, fue en el primero (y único) en el que cumplieron con “Cine sobre ruedas”, un interesante proyecto para promocionar el cine nacional, por el que en todos los micros interprovinciales deben pasar películas Ecuatorianas. La única contra es que nos pasaron una de principios de los ochenta (“Dos para el camino”), de esas que una de las figuras principales aprovechaba para cantar en el medio y con un humor bastante básico, pero al parecer un clásico de por allá.
Cuando hicimos la primera parada para comer y demás, noté que mi compañero de asiento se quedaba cerca de la bodega del micro, y al acercarme vi que había varias jaulas con perros dormidos.
Siete horas después, cuando estábamos entrando a Guayaquil, mi compañero levantó su mochila y vi que abajo del asiento tenía otra jaula con más perros dormidos, seguramente con alguna pastela ya que no hicieron ruido en todo el viaje.
Antes de bajarse, uno de sus acompañantes recibió un llamado al que contestó: “Esperame abajo del puente”. A los minutos, el micro paró bajo un puente y los tres se bajaron con las jaulas. Turbio, por lo menos.
Al llegar a Guayaquil, averiguamos de algún micro que fuera para Lima pero el único que conseguimos salía al otro día, así que, previo llamado, nos fuimos a lo de Jorge, el couch de nuestro paso previo.
Esa noche, nos fuimos los tres al cine. Como si no hubiéramos tenido suficiente religión en el viaje, decidimos ver “Noé”, atraídos por la versión en 3D y su director, el rebuscado Darren Aronofsky. Pero, El Sistema tenía que aparecer y la única versión que daban era doblada (ese flagelo).
Lo interesante de la película, además del 3D que es impecable, es que se centra en la psicología de Noé, en la locura que le genera, mostrándolo por momentos como un fanático enceguecido, saber que va a dejar morir a millones de personas, pero que a la vez se siente obligado a hacerlo.
Después de la película, nos quedamos tomando unas cervezas (nos habían quedado pendientes de la pasada anterior), escuchando música (con Fito como artista principal), y tocando la guitarra hasta altas horas.
Al otro día, arrancamos para Lima. Éste viaje (son unas 27 horas) fue casi un cine continuado, lo que lo hizo muy ameno. Cuando estábamos llegando, nos comunicamos con Henry, que también nos volvió a alojar amablemente.
Mientras esperábamos en la terminal para arreglar nuestro viaje de Lima a Buenos Aires, recibí un mensaje de Gerchi, uno de los doce apóstoles (¿me convencieron?) de mi grupo de amigos del barrio, que me decía que estaba en Lima (igual, somos doce. Todavía no tenemos un Jesús, aunque sí un carpintero). Así que, esa noche, nos fuimos con Henry para lo de Gerchi. Llegamos justo para ver como San Lorenzo ganaba por penales y pasaba a cuartos de la Copa Libertadores. Parecía que en este tiempo el mundo había cambiado. San Lorenzo peleando la Copa Libertadores y Gimnasia de La Plata puntero del campeonato, ¿estábamos realmente en nuestro universo o de tanto viaje nos habíamos pasado a un universo paralelo?
Esa noche, comimos una Pizza Hut, de la que puedo confirmar que no está al nivel de las nuestras, mientras tomamos un vino argentino que llevó Henry, como para que empecemos a sentir el sabor de la vuelta.
Al día siguiente, aprovechamos para descansar y estar lo máximo posible en posición horizontal, ya que solo habíamos conseguido un micro Semi Cama, y, en los próximos tres días, dicha posición iba a quedar en el olvido.
Al subir al micro, en vez de recibir una bienvenida, nos dieron una catarata de órdenes y restricciones, entre las cuales la que más se repetía era que el baño era sólo para uso urinario. Cuando vimos a quien hablaba, entendimos por qué tantas órdenes. Su bigote delataba un cierto aprecio por las prácticas represivas.
El viaje, contra todo lo que temíamos, fue muy llevadero y se pasó bastante rápido. Fue como convertirse por tres días en las personas del mundo al que va Wall-E en busca de Eva: nuestra (casi) única ocupación era mirar la pantalla para pasar el tiempo. Claro que los momentos más duros fueron por la noche. La primera se pasó tranquila, pero las otras dos ya no sabía cómo ponerme para dormir. Encima, la segunda no prendieron la calefacción, y cuando llegamos a la altura (unos 4000 metros) en plena noche, el frío se hizo insoportable. Por suerte, en un momento pasó uno de los choferes y La Patrona, semi dormida, le rogó que la prendan.
Estas incomodidades ayudaron a que, en un viaje del que no había muchas ganas de volver, de repente, necesitáramos llegar. Y un día llegamos.
Claro que El Sistema volvió a intentar hacerse presente de formar perversa y logró que el día de nuestra llegada también fuera un domingo. Lo que no tuvo en cuenta es que en mi nueva condición de desempleado, el domingo no es tan (tampoco voy a hacerme el superado) terrible, y menos si justo ese día All Boys desciende (¡Qué bien me recibió Floresta!).
¿Y ahora? ¿Cómo se sigue después de un viaje así? ¿Cómo se vuelve a la vida “normal” y, sobre todo, sedentaria?
Lo bueno es que en este viaje volví a confirmar que, a pesar de haber conocido tantos lugares increíbles, por varios motivos (familia, amigos, El Bohemio, Otra Vuelta y que es una ciudad increíble, por decir algunos) sigo eligiendo Buenos Aires como lugar para vivir. Al menos por ahora. Diría Borges: “¿Quiere todo esto decir que, más allá de mi voluntad y de mi conciencia, soy irreparablemente, incomprensiblemente porteño?” (“Los Sueños”).
Pero también, me convencí de que Bradbury tenía razón en el cuento que bautizó este blog, que uno puede vivir feliz, perfecta y tranquilamente ajeno a lo que muchos consideran “El Mundo”. Y ser consciente de eso, cambia todo, es empezar otro viaje (ojo Claudio María Domínguez que voy por vos). Veremos que pasa…

"Él le llamó aceptación a ese llanto sin consuelo, y desde ahí transformó la rigidez del miedo, cruel y paralizador en impulso motor. Él le llamó plenitud a esa risa a carcajada y desde ahí la virtud de vivir libre o nada creció como un alud. Eligió ver la luz."
("Hasta acá nos ayudó dios", de Las Pastillas Del Abuelo)

martes, 6 de mayo de 2014

Baños, Cocoon y la vuelta del mate cocido

Para llegar a Baños nos toparnos nuevamente con Los Mentirosos De La Boletería que, para ser sincero y más abarcativos, deberían llamarse Los Mentirosos Que Trabajan Con El Turismo.
Nos fuimos cerca del mediodía, ya que nos dijeron: “Salen cada 40 minutos micros directo para allá y tendrán una hora de viaje”. Por supuesto, la realidad fue otra. No existen micros directos desde Latacunga a Baños, por lo que hay que pasar si o si por Ambato. Y hasta ahí, ya hay una hora de viaje.
A llegar a Ambato, un policía de la terminal nos dijo: “De acá no salen micros a Baños, tienen que ir hasta Nombre Que No Recuerdo”. Sin hacerle caso, entré a la terminal y encontré una agencia que decía ir a Baños. Le pregunté al Mentiroso De La Boletería, un hombre muy poco amable, que balbuceó de mala gana: “Yo no vendo pasajes a Baños. Tenés que hablar con el chofer”. Al salir, hablé con un chofer de un micro que rezaba en su inscripción “Baños” y me contestó que le dé un minuto, que debía hablar con su jefe. Finalmente, el jefe dio su visto bueno y arrancamos para allá. Una hora más de viaje. Cabe aclarar que Baños es uno de los destinos más turísticos de Ecuador.
Llegamos a Baños y nos tomamos un taxi para lo de Juan, quien nos iba a alojar. Luego de una charla donde nos dejó bien claro su prohibiciones (al parecer estaba bastante enojado porque otros a los que estaba hospedando le dejaron la puerta abierta), nos mostró de que manera teníamos que entrar a la casa. Primero por un pasillo oculto y después por la puerta del perro. Un método poco ortodoxo.
Después nos fuimos al centro a encontrarnos con Vir, amiga de La Patrona, con la que coincidíamos los días en Baños y, dato importantísimo, la que nos proveyó de una dosis extra de mate cocido.
Esa tarde/noche fuimos a unas termas nocturnas al aire libre. Lindo lugar con la única contra de que había mucha gente y, sobre todo, muchos niños correteándose y tirándose a las piletas. Además, de que uno se siente en Cocoon. Encima, la primera a la que nos metimos parece que era la preferida de los niños, que de a poco la fueron copando, eliminando toda chance de relax del resto.
A medida que íbamos cambiando hacia las piletas más calurosas, la densidad de niños bajaba (pequeña victoria) pero, claro, en esas no se puede estar tanto tiempo.
Cuando volvimos, nos quedamos hablando un buen rato con Juan (otro fanático de Fito) y, para hacerle honor a la entrega de Vir, cenamos galletitas con mate cocido (es cierto que estábamos bastante cansados también y con pocas ganas de cocinar).
Al otro día, después de almorzar Llapingachos, plato típico de Ecuador, que consta de una tortilla frita de papas y queso acompañada de chorizo, huevo frito, salchicha y ensalada (para mantener la línea), alquilamos unas bicis y arrancamos a hacer el recorrido de las cascadas. Hermoso camino (todo en bajada) y en el que se pasea por todos los alrededores del pueblo.
En el medio, hicimos una parada para arriesgar nuestra vida en el Canopy. Éste pasaba por arriba de la primera cascada. Como se podían tirar dos a la vez (cada uno en el suyo), mostré nuevamente mi caballerosidad, y dejé que vayan La Patrona y Vir en el primer turno. Pero cuando la estaban colgando, La Patrona, al grito de “me arrepentí. No voy. Bajame”, desertó mientras que Vir, semi colgada boca abajo, peleaba para que la dejen ir sentada.
Finalmente, nos tiramos Vir y yo, ambos sentados, y a los segundos de haber arrancado, contra todo temor previo, notamos que era un juego de niños. Es más adrenalínico salir de la Isla Maciel después de una victoria (hablo de fútbol, ¡eh! Había una época en que se podía ir a ver a tu equipo de visitante).
El recorrido en bici nos llevó unas tres horas en total y terminó en la cascada “Pailón del diablo”, en la que podés pararte, prácticamente, atrás, para ver toda su fuerza.
A la vuelta, al ser todo en subida, tenés la chance de que te suban en camioneta. Obvio que fue la opción elegida.
Esa tarde, nos quedamos recorriendo el pueblo, merienda de por medio, donde me arriesgué a tomar un chocolate blanco, que a la vista parece un vaso de leche, otro de mis enemigos blancos. Si bien estaba bueno, la idea del vaso de leche me quedó rondando en la cabeza por largo tiempo.
A la noche, fuimos a comer y, como nos habíamos cuidado al mediodía, ellas compartieron un “Papi Gorda”, plato que incluye papas fritas, huevos fritos, salchicha, hamburguesa (sin pan) y ensalada, y yo una hamburguesa (la mía con pan, como debe ser) completa con fritas. Todo bien sano.
Cuando llegamos a la casa esa noche y metí la mano para abrir la puerta en una traba que estaba en el piso, un alacrán salió a mi encuentro a milímetros de mis dedos. Esto tuvo más vértigo que el Canopy.
Al día siguiente, a pesar de que estaba completamente nublado (el clima es muy cambiante por estos lados), nos tomamos un colectivo (sino eran tres horas de caminata bajo llovizna) a La Casa Del Árbol, en donde está, en los momentos que se despeja, la mejor vista del volcán Tungurahua, y La Hamaca Del Fin Del Mundo, instalada al borde de un precipicio.
Desde ahí, empezamos a bajar caminando, un gran camino pero muy largo, y del que finalmente fuimos rescatados por una camioneta que nos dejó a unos kilómetros del pueblo.

Esa tarde, con una merienda de dona bañada en chocolate y mate, y mientras hacíamos un racconto del viaje, armamos las bolsas para arrancar la larga vuelta.

"Sin cadenas sobre los pies me puse a andar, hace tiempo quise encontrar el camino"
("Sin Cadenas", de Los Pericos)

domingo, 4 de mayo de 2014

Latacunga, la fertilidad ecuatoriana y sus volcanes

En Quito, nos tomamos el metrobus hasta la estación de micros. En este viaje, de una hora aproximadamente, cedí tres veces el asiento a madres con bebés. Tres teorías: casualidad, los quiteños no ceden el asiento fácilmente o son altamente fértiles y les gusta más que la bachata.
Llegamos a Latacunga, como a varios lugares, sin mucha idea de lo que nos íbamos a encontrar. Y, claro, sin saber dónde íbamos a parar.
A causa de esto, terminamos en el hostal de La Señora Que No Aprecia Prestar La Cocina. Ese día, aprovechamos para recorrer la ciudad, otra con Centro Histórico Colonial, y un parque, con una laguna artificial, muy cuidado.
A la noche, pude ver completo el partido que Morón nos dio vuelta increíblemente, dejándonos con pocas chances de ascenso directo (igual te quiero, Bohemio). Para superar este mal trago, nos fuimos con La Patrona en busca de pizza y cerveza, pero nos encontramos con una ciudad apagada, completamente cerrada. Cuando ya estábamos perdiendo las esperanzas, encontramos una pizzería abierta, en la que comimos la mejor pizza del viaje. Eso sí, no podía ser completa, no tenía más cerveza.
Al día siguiente, debido a la poca simpatía de La Señora Que No Aprecia Prestar La Cocina a que calentemos agua para el mate, nos mudamos a otro hostel con cocina sin restricciones, e incluso, café y té libre todo el día (¡Te extraño, Mate Cocido!).
Después de la mudanza, nos fuimos al Cotopaxi, un volcán cercano, explosivo y del que se está esperando una erupción en estos años. Increíblemente, la gente vive cerca a pesar de saber que el día que el volcán entre en acción se va a llevar todo puesto (ya lo hizo en 1904).
Arrancamos a subirlo en un clima no muy favorable: nublado, llovizna y frío (diría el tango: "Humedad, llovizna y frío"). Sin embargo, cuando llegamos a los glaciares (la parte más alta a la que pueden llegar los simples mortales), el cielo se despejó (en parte) y pudimos ver los colores del volcán (blanco, negro, rojo y verde), y, debido a la altura (estábamos a 5100 metros, lo más alto que estuvimos en el viaje), que el cielo se despeje también nos permitió ver todo el valle de alrededor.
Al otro día, nos fuimos a la Laguna de Quilotoa, una hermosa laguna, con agua de color celeste/verde (dicen que cambia según la época e incluso se la puede ver amarilla), ubicada en el cráter del volcán homónimo. Un lugar increíble.
Para llegar a ésta, desde donde te deja el micro, hay que hacer una bajada de unos 40 minutos (igual, desde arriba se ve perfecta). Claro, a la vuelta, es todo en subida. Duro, pero vale la pena.
Al otro día, nos fuimos para Baños, nuestro último destino.

“Lo que está bien siempre estará mal cuando no hay chance de ser. Miedo feroz a dejar de hacer pie.”
(“Salitral”, de Los Piojos)

jueves, 1 de mayo de 2014

Quito, el karaoke y los efectos de La Mitad Del Mundo

Nos fuimos para Quito solo con un dato que nos había dado Henry, nuestro Couch de Lima que viajó para allá aprovechando Semana Santa: la mayoría de los hostels están en Plaza Foch. Cuando llegamos, preguntamos (error mío de preguntarle, como si no hubiera aprendido nada en estos meses, a un Mentiroso De La Boletería) y nos dijeron, muy dubitativamente, que estábamos a seis cuadras, así que decidimos, con mochilas y todo, ir caminando para allá. Obviamente, las seis cuadras se multiplicaron y se convirtieron en unas 18.
Finalmente, llegamos y conseguimos un hostel, dentro de todo barato y muy tranquilo.
Cuando salimos a recorrer, entendimos porque Henry eligió esa zona. El barrio está lleno de bares.
Nos encontramos a las nueve con él, y luego de la entrega de la llave “robada”, nos fuimos a comer a un bar, en el que conseguimos una picada, esos lujos que allá son cotidianos (¡Vamos Otra Vuelta!) pero por estos pagos cuesta conseguir.
Después de comer, y sobre todo debido a que el bar se le dio por poner dance (o esa secuencia de sonidos) a gran volumen, nos fuimos para otro lado.
A la tarde, La Patrona había deslizado que tenía ganas de ir a un karaoke (acá está lleno de esos antros) y a Henry le pareció buena idea.
Nos metimos en uno que cumplía con la condición antes dicha. Cabe mencionar, como característica, que acá los karaokes (al menos los que vimos en funcionamiento) son de sentado.
Pedimos unas cervezas y, para compartir, una Michelada, trago que al parecer tiene cerveza, limón y pimiento (o sea, picante). De lo peor que se ha inventado en materia de tragos.
Como se podían pedir solo dos temas por mesa, cedí amablemente mi puesto. La Patrona se decidió por “Me haces tanto bien”, de Amistades Peligrosas, de la que hizo una versión bastante libre (con ciertos vacíos “letrísticos” y risas de por medio) pero que sorprendió sacando el segundo puntaje más alto de la noche. Henry se animó a “Mojada”, de Vilma Palma.
A medida que pasa la noche (y el alcohol), los karaokes son los escenarios (aunque sean de sentados) de las imágenes más tristes. Gente ebria destruyendo canciones, mientras imaginan que la están rompiendo, una situación similar a la del personaje de Capusotto del baile del hombre en los ojos de la mujer.
En este caso, había una mujer que le salía bien la tonada mexicana, y eligió, al menos, diez temas del estilo (como, al final, solo quedábamos cuatro mesas, el límite se tuvo que correr), y terminó parada, cantando por las mesas, con un andar no muy firme.
El otro caso, era un muchacho que eligió todas las canciones (extremadamente) melosas y, a pesar de que algunas le salían bien, a última hora vociferó “Como yo nadie te ha amado”, de Bon Jovi, mientras su novia lo miraba embelesada. Esa fue la gota que colmó el vaso. Chau karaoke. Ah, en el medio, La Patrona metió un “Amor a la mexicana”.
Al otro día, nos fuimos a conocer el Centro Histórico. Tuvimos la suerte (?) de que era domingo de Semana Santa, con lo que por todos lados había espectáculos alusivos.
En la puerta de la catedral, nos encontramos una banda haciendo música cristiana (¿hablábamos de imágenes tristes?). Si eso me toca un domingo que al otro día laburo (¿qué era eso?) es causal de suicidio.
En la iglesia de San Francisco, vimos un coro seguido por una obra donde le hacían juicio, por la muerte de Jesús, a Poncio Pilato, el Sumo Sacerdote, y Juan Pueblo, y en el que el público era el que decidía el veredicto (los tres fueron sentenciados). Este estuvo entretenido.
Seguimos por la calle “La Ronda”, la zona bohemia y de artesanos de Quito, y, claro, el recorrido por todas las iglesias. Sobredosis de turismo católico. Creo que en este viaje tuve mi dosis de por vida de arroz e iglesias (mis dos enemigos blancos).
Al otro día, nos fuimos a La Mitad Del Mundo. El transporte público en Quito es un lujo. Tienen varios metrobus muy bien armados y con alimentadores que te llevan para todos lados (como en Lima).
Primero fuimos a La Mitad oficial, cuyo único encanto es el monumento. Pero después, nos fuimos a un museo que está a unas cuadras, donde está la mitad real, verificada con GPS. La oficial fue calculada en 1700 y pico por unos franceses, con los métodos de aquella época, y bastante cerca estuvieron.
En este museo, además de mostrar las formas de vida de algunas tribus indígenas del Amazonas (que incluye reducción de cabezas), se hacen los experimentos relacionados a La Mitad Del Mundo: parar el huevo en un clavo (ambos lo logramos y nos llevamos nuestro certificado al respecto), caminar con los ojos cerrados por la línea y sentir como te tiran de los lados, y, el mejor, ver que, en una bacha, en la línea exacta el agua cae recta, y en el sur (a pocos metros de la línea) se arma un remolino hacia un lado, y en el norte hacia el lado contrario. Imposible no acordarse de Los Simpsons y Homero, al ver este efecto, cantando “Qué lejos estoy del suelo donde he nacido”. Este museo es mucho más interesante que el oficial.
Al día siguiente, salimos para Latacunga.

“Mi pasado es real y el futuro libertad”
(“Circo Beat”, de Fito Páez)

Atacames, nuestro vuelo y la muerte de García Márquez

Por suerte, de Mompiche a Atacames se viaja en un solo micro directo.
Llegamos el Jueves Santo, así que la ciudad y la playa estaban repletas. Atacames es la parte de la costa a la que va la gente del norte de Ecuador y los colombianos del sur, y el feriado largo (nuestra idea era no estar en Semana Santa en la costa porque nos habían avisado) ayudó para que se llene. Además, la marea en este lugar sube y baja notoriamente, por lo que a la mañana hay una gran extensión de playa, y a la tarde el mar llega a la altura de las carpas, y toda la gente está amuchada. Sin embargo, es una linda playa.
Esa tarde, nos enteramos de la muerte del gran García Márquez. Una tristeza.
Hace unos años, cuando estuvimos en Colombia, fuimos a conocer su pueblo, Aracataca, y, gracias al guardia que se apiadó (los lunes está cerrada pero nos dejó pasar), su casa.
Cuando llegamos, un jipi de traje y sombrero de copa nos dijo: “Bienvenidos a Macondo”. Ese pueblo que tanto imaginamos, del que tanto leímos, se hacía realidad.
Para cualquiera que haya estudiado periodismo o haya intentado escribir un texto, en especial una crónica, Márquez es (o debería serlo) la guía por excelencia. Para cualquiera que guste de la literatura, Márquez es imprescindible.
A la noche, probamos los pinchos con salchicha, chorizo, carne y pollo, y lo más importante, sin arroz. Buena comida que, claramente, atenta contra la salud.
Al día siguiente, arrancamos temprano para aprovechar nuestro último destino de playa.
Esa mañana, la marea había bajado tanto que la mitad de la playa era una especie de barro. Nos alejamos del centro y encontramos un lugar más tranquilo (en el centro, durante todo el día, los bares pasan a gran volumen reggaetonto, bachata, cumbia, etc), así que estuvimos ahí un buen rato.
A la tarde, luego de muchas disquisiciones, decidimos hacer parapente. Acá, le llaman así aunque no es lo que nosotros conocemos con ese nombre, sino que te ponen un paracaídas atado a una lancha, y ésta te remonta, te lleva unos minutos a “volar” sobre el mar (hay un gran capítulo de Los Simpsons donde Homero lo hace con resultado no muy satisfactorio), y te baja en el agua. Gran experiencia.
Esa tarde, nos quedamos hasta última hora despidiéndonos de la playa. Después de tanto tiempo, se hace impensado vivir sin mar.
Al otro día, salimos para Quito.

“Good friends we have, good friends we have lost along the way. In this great future, you can't forget your past”
(“No Woman, No Cry”, de Bob Marley)